Wednesday, January 16, 2008

ApenÍndice

En este primer número del año de la revista-blog El apéndice de Pablo, tenemos en esta edición a los siguientes apendicistas....

Miguel Hidalgo Prince, Mención Honorífica en el más reciente concurso de cuentos Sacven, nos adelanta un fragmento de su relato policial Hit man

Enza García Arreaza también nos trae fragmentos duros y puros en Extractos exiguos extraídos de un diario

Annabel Petit desgarra, desnuda y desmonta las relaciones de cualquier índole en Preservaciones

Ana Lucía De Bastos desde Oporto nos relata en una trepidante crónica cómo conoció a António Lobo Antunes: La televisión llegó a mi casa

Daniel Cuevas entre el sueño y la vigilia se adentra y disecciona en la vida de Malcolm Lowry en sustitución del milenario método de contar ovejas

Krina Ber es la invitada de honor de esta edición, y conversa con nosotros además de regalarnos El Accidente

Hensli Rahn se estrena en la poesía con El fin, y presenta Caracas se quema en vídeo clip de Autopista Sur, banda a la cual pertence y en la que nunca faltó su poesía.

Yoel Villa sigue cultivando lo bizarro en el minicuento, y el minicuento en lo bizarro, El ahorcado es una muestra de eso.

Dayana Frailes explora con un lenguaje poético el estancamiento de una persona que sucumbe a fuerzas exteriores y ineludibles que pueden ocurrir en Domingo


Mario Morenza proyecta y combina sueños apocalípticos con un campeonato de hockey en Escuela de turismo, capítulo de La senda de los diálogos perdidos

Y por último, el MOMAP (Museum Of Modern Apéndice) abre sus puertas con la primera exposición del año con los jóvenes artistas plásticos Gonz y Malú




Hit man (Fragmento)

Era de noche y muy tarde pero yo estaba despierto. Un dolor de estómago me mantenía en vilo. Tengo el duodeno minado de úlceras. Debería tomar unas pastillas que el doctor me recetó pero llevo tiempo haciéndolo y no me han hecho bien. En cambio tomo whisky con leche. Uno o dos vasos por noche. Sólo así puedo aliviarme.
Sonó el teléfono. Al cuarto repique dejó de sonar. Luego sonó de nuevo y atendí.
–Galo.
–Moreno –dijo Galo–. Disculpa que te llame a esta hora. Te tengo algo. ¿Puedes pasar por aquí?
Su voz era distinta. El acento ruso era una cosa; cómo me dijo lo que me dijo era otra. Parecía que alguien estuviese con él y no quería que ese alguien escuchara lo que hablaba conmigo.
–Voy saliendo –dije.
Colgué.
Galo es un viejo ruso que tiene un bar llamado Gatitas. Un antro con mesoneras tetonas y culonas que le sirve de guarida a él y a sus secuaces. Desde ahí maneja una poderosa red de contrabando y narcotráfico que opera en varias ciudades del país. Vende perico por la puerta de atrás mientras por la de adelante entran clientes normales. Las meseras son mera carnada. Hacen que hombres solitarios se embriaguen para exprimirles las billeteras y cuando ya no tienen más nada, los devuelven a sus casas hechos polvo. A veces Galo permite que las meseras limpien a los tipos. Les quitan relojes, cadenas, pulseras, anillos de matrimonio, entre otras cosas.
Cuando llegué, un negro descomunal a quien todos llaman Quini y que las hace de portero, estaba recostado en el marco de la entrada fumándose un puro cubano. Siempre fuma esos habanos apestosos que Galo le regala por cajas. De hecho es lo único que fuma. El humo se le arremolinaba en la cara dándole un aspecto aún más irreal. Parecía un mercenario del Congo.
–Espera a Galo en la barra –me dijo al abrirme la puerta.
Entré.
Era viernes y Gatitas podía reventar. No había una sola mesa desocupada. En un rincón estaba la consola. A cargo de ella, poniendo la música para que las gatitas de Galo hicieran su show, estaba Víctor; un tipo duro que algunos años atrás había pasado una temporada en el retén de La Planta. Había matado a dos adolescentes que intentaron violar a su hermana. Víctor los pescó un buen día, los llevó a un galpón en La Guaira y los ató uno con otro. Después de despellejarlos a correazos, agotó un cartucho completo de su pistola en uno de los adolescentes. Como ya no le quedaban más balas para el otro, fue a buscar un cartucho nuevo en su casa y volvió dos horas más tarde para descargarlo sobre el pobre diablo que todavía estaba vivo y amarrado al cadáver. Luego de soltarle una jugosa tajada de plata a un juez corrupto, Víctor cumplió una sentencia fugaz de apenas tres meses. Tras aquel incidente, dijo haberse vuelto bueno y juró no meterse en ningún otro problema. A mí todo aquello me olía a fantasía. Víctor inhalaba coca en proporciones industriales y venía engordando una deuda impagable con Galo. De eso no podía resultar nada bueno.
Me senté en uno de los puestos libres de la barra. Le pedí un whisky con leche al barman. Se me quedó viendo con cara de muñeco de torta.
–Sí, hijo –dije–, lo que oíste.
Era nuevo. Tenía pinta de liceísta aplazado. Seguro había repetido noveno grado más de una vez y terminó sacando el bachillerato por parasistema. Tenía una camiseta negra y un collar de corales blancos tan ajustado que daba la impresión de estarle ahorcando. ¿De dónde sacó Galo a este imbécil?, pensé. De buenas a primeras, comenzó a lanzar las botellas por el aire y a hacer malabares con ellas. Creía que se la estaba comiendo. A mí la verdad me daba lástima aquello. Quería mi whisky, no un show de payasitos. Me entraron ganas de rellenarlo a plomo.
–Es para hoy, bebé –le grité.
Atajó las botellas en seco. Me miró más confundido que antes. Novatos.
–El whisky, niño, lo quiero hoy –repetí.
Preparó el trago sin más maromas y me lo sirvió.
–Aquí tienes, convive –dijo.
–Yo no soy convive tuyo.
Se perdió de mi vista, pero al rato se acercó de nuevo y empezó a mirarme y a reírse conmigo nerviosamente. Hice una pistola con los dedos (el índice siempre es el cañón) y lo detoné con dos balazos mudos e imaginarios (el gordo, cosa rara, siempre es el gatillo). El muy tarado creía que lo estaba vacilando y esquivaba los disparos. Jugaba a seguirme la corriente como si yo fuese un loco o un borracho o las dos cosas. Después te desaparezco esa risita de la cara, nena, le dije en mi cabeza. Cerré los ojos y me olvidé del barman. Las úlceras me estaban martirizando y sorbí un trago del whisky. Imaginé la leche alcoholizada refrescándome el duodeno, rociando mis llagas internas. El doctor había dicho que en las paredes del estómago había un campo de pequeños agujeros, como baches en la vía. Por esos orificios se filtraban los ácidos gástricos, lo que ocasionaba el dolor. Me decía a mí mismo que ya estaba mejor tratando de convencerme de ello.

–Moreno.

Era la voz de Galo a mis espaldas. Me volteé con el trago en la mano.
–Llegaste rápido. No te ves bien –dijo Galo.
–Tú tampoco, viejo zorro –dije, y de verdad que el ruso tenía cara de mierda frita.
–Deliberemos –dijo.
Deliberar era hablar en su oficina. Me sorprendió verlo así. Tenía ojeras de trasnochado y los ojos rojos. No enrojecido, sino rojos como los de los conejos. Se notaba que no se había bañado en días y cuando hablaba se le sentía una potente halitosis de dragón eslavo.
Entramos a su despacho. La iluminación era escasa. Parecía que el bombillo sólo alumbraba la mitad de la habitación. En el escritorio había un cenicero colmado de colillas estrujadas. Galo cerró la puerta y puso el seguro. Se sentó detrás del escritorio. Yo permanecía de pie.
–Siéntate –me indicó.
Me senté. Sabía que me asignaría una misión sin prólogos.
–Necesito una mortadela –continuó.
Sacó una lata rectangular de una gaveta y de ella extrajo un cigarrillo muy largo y delgado y completamente blanco. Me ofreció uno. Lo rechacé.
–No fumo –dije.
–¿Desde cuándo? –dijo encendiendo el cigarrillo.
–Desde siempre. Nunca he fumado. El cigarro mata.
Cerró la lata y la metió de vuelta en la gaveta.
–A todas estas, ¿de quién se trata? –pregunté.
Galo sopló una cortina de humo a su alrededor que lo hizo invisible un par de segundos. Reapareció al disiparse los espirales nebulosos.
–Lo llaman El Clítoris –dijo finalmente.
–Original.
–Esto es serio, Moreno. Necesito que lo borres.
–¿Cuándo?

–Ayer.
Galo no me veía a la cara. Pulverizó el cigarrillo casi completo contra el cenicero. Tenía las uñas muy largas. Como de chino.
–Nos aguó una fiesta en Maracay –prosiguió–. Se autoinvitó a una reunión de mis distribuidores. Acabó con todo el mundo. Un espectáculo de samurais, Moreno. Como si todos se hubieran hecho el harakiri ahí mismo. Para más colmo se cargó la plata y las panelas de coca. El tipo está en la cima, o eso cree él. En fin, necesito que lo bajes.
Ya de por sí era bastante raro que Galo me diera tantas explicaciones. Mi trabajo es borrar elementos, no conocer los hechos, las causas o las circunstancias. Este caso era distinto. Galo parecía muy preocupado por el problemita del tal Clítoris y le daba máxima prioridad a su solución.
–El problema es –continuó Galo– que nadie sabe dónde encontrarlo.
Había algo de comedia en lo que estaba contando Galo. Nadie sabe dónde está El Clítoris. Yo sí que sé.
–¿De qué te ríes, Moreno? –preguntó Galo algo molesto.
–De nada. Sólo estaba pensando en un chiste viejo –contesté.
Galo se restregó los ojos con la manga de la camisa. Los ojos se le pusieron aún más rojos.
–¿Cuento contigo? –preguntó.
–Dame un par de días –dije.
Nos levantamos al mismo tiempo. Me abrió la puerta del despacho y salí. Me puse a trabajar en el asunto.

Continuará…

Miguel Hidalgo Prince -(1984)

Extractos exiguos extraídos de un diario



19 de enero
Sentada frente a la entrada de vidrio de la facultad, leo Los detectives salvajes. Me importa exiguamente, la lectura es una excusa para no reparar demasiado en el fin del mundo. ¿Uno lee sobre la vida para distraerse de ella? Qué fracaso tan heroico. Y apenas voy por el primer capítulo. Quiero comerme una hamburguesa.

20 de enero
Una sirena salió caminando de la habitación de su amante terrestre y al llegar al mar se dijo que bajarse de un columpio siempre es harto difícil. Me puse dos vacunas, me dio fiebre, pienso que las vacas de este país ya no existen.

21 de enero, escrito en el metro
Cuando salí del baño, él ya estaba vestido. A través del espejo pude ver que leía, o pretendía leer, el libro de Fabio Morábito que había comprado para regalarle. Pero esa mañana no quise que me lo hiciera. Por eso, además, decidí quedarme con el libro y dejar yo misma la llave en la recepción.

15 de febrero
No me despertó la alarma del celular. Otra vez fue la basura que alguien tiró con toda su fuerza por el bajante. Cuando eso pasa me imagino que se están deshaciendo de algo muy difícil: un feto no querido, la cabeza de una mascota que ya no pudieron alimentar. Ojalá quede agua caliente.

6 de marzo
¿Qué es la esencia de Dios?
Dios no come helados
Dudo que lea a Spinoza
No es intuido es cosa pensante
Pero hoy prefiero rascarme la barriga
El alma se consume y no se consuela
Se agazapa en la estela de la tiza
El golpe es colérico y transgresor
Como todos los dragones
Spinoza también levanta
El dedo gordo para pedir la cola.
Me gusta Dios cuando me rasca la barriga.

23 de marzo
La eternidad de Dios caduca cuando ya no pienso en él, es decir cuando duermo. A menos que sueñe con una manzana mordiéndome la boca.
¿El huevo o la gallina? El perico: y mejor si viene con dos arepas.
¿El veneno o la bala? El condón: me matan pero me dejan viva.
¿Palestinos o judíos? Britney Spears: otro suicida de los medios.
¿Platón o Aristóteles? Montejo: lo dijo todo sobre los árboles.


30 de marzo
Hoy es mi cumpleaños. ¿Qué le pasa a la gente que se muere el mismo día de su cumpleaños? Nace dos veces el mismo día para el resto de la eternidad. Pero hoy tampoco estoy de ánimo para un suicidio. Me gusta la foto y los finales en cámara lenta.



16 de abril
¿Qué debo hacer?
Cerrar los ojos y quemar esta hoja.
No debo escribir ninguna palabra
Mientras celebre estas exequias
No me gusta este nombre que me dieron
Suena como una vieja disputa
Un navío descompuesto
Mi padre me extraña
Pero en un principio no quería que naciera
Tengo los ojos cerrados
Pero igual
Se derrama lo que debía salvarme.


No me importan las mariposas
Ni las tesis de grado
Tengo el cañón en la boca
nada bueno sale de mis manos
Nadie me escoge
Por eso quiero apagar las luces
en todo el mundo.
Algún dragón saldrá debajo de la cama
Dirá por lo menos que ha sido mi culpa.

18 de abril
Rodrigo y yo discutíamos sobre el divorcio y la repartición de bienes de nuestras respectivas escuelas. A saber para los neófitos en el asunto: las escuelas de letras y filosofía. La cosa es que los letrados se quedaron con la luz y los filósofos con los baños. Es decir, ustedes se quedaron con la verdad y nosotros con los excrementos. Es muy triste, ahora que lo pienso.

Enza Garcîa Arreaza -(1001)

Preservación



Siempre deberíamos pensar que
despedir y saludar es lo mismo
Es separarse y reunirse.
Presentarnos en lo impresentable.
Si nos conocieran, de repente no nos responderían el saludo.
No querrían saber nuestros vicios, no quisieran que habláramos de ellos,
No querrían amarnos, no ofrecerían techo y comida
No querrían escucharnos
No querrían contenernos.
Para qué contenernos.

Saludar es la pregunta sobre lo que nunca hemos sido
Es malinterpretarnos.

Nos equivocaremos
Y equivocaremos para despedir.
Y al saludar al equivocado
despediremos nuevamente.

Saludar a los que no hemos visto
confundidos en nuevos saludos
serán inminentes despedidas, cataclismos más tarde.

La única certeza de reconocernos separados:
evitar desear salud
Para evitar la despedida.

Annabel Petit -(80)

La televisión llegó a mi casa




Después de saltar se me ocurrió:
la vida es perfecta
la vida es lo mejor.
Está llena de magia, belleza,
oportunidades
y televisión.
Tom Tom (Million Dollar Hotel)

La televisión llegó a mi casa de las manos de Irene. Llevaba dos meses amenazando con que la llevaría: tenía una vieja en su casa, cuando alguien le diera la cola podría traerla. Luego era un tío que trabajaba arreglando artefactos eléctricos y a veces los clientes dejaban olvidadas sus cosas. Yo ya no esperaba nada, dos meses sin televisor y no me había hecho falta. Me dolió fue la cuenta del internet: me cobraban además por los 20 canales que incluía el cable; canales que no había visto una sola vez.
Los tres primeros días de tele en casa se la dejé a ella. La mantenía ocupada en la sala mientras yo usaba la cocina, la bañera y el internet sin preocuparme por si Irene los querría usar en ese momento. Hasta le hice una arepa para que la comiera viendo sus novelas. Eso sí oí: no estaba viendo los otros 19 canales, veía la tv portuguesa. El televisor es de los años 70, no tiene control remoto y creo que no consigue agarrar todos los canales. Tiene los nacionales, people and arts, history channel, discovery, national geographic y un fox, algo como fox family o no sé qué. El jueves que Irene salió, como todos los jueves que se va a su pueblo para regresar el domingo, me senté por fin a ver la televisión después de más de dos meses. Encendí aleatoriamente y escuché a una mujer diciendo que el domingo 16 António Lobo Antunes estaría en El Corte Inglés de Gaia, es decir a 20 minutos en metro de mi casa. La crónica que leí ayer, en ese viaje de 20 minutos hacia Lobo Antunes(o hacia el Corte Inglés) dice que la casualidad es el pseudónimo con que Dios firma. Anoté en letras grandes DOMINGO 16 LOBO ANTUNES 4PM. Y cambié de canal. Vi Extreme Makeover. Un hombre lloraba cada vez que pensaba que su mujer podría decir que tenía un esposo buen mozo. Una bibliotecaria lloraba al pensar que después de todas esas cirugías podría ver a los clientes sin pensar que ellos estarían viéndole sus feos cachetes. Y yo lloraba ya ni sé por qué, por ellos, por lo banal y doloroso al mismo tiempo de todo eso, porque estoy muy sensible y hasta eso me hace llorar. Luego un masajista sin dientes y con el corte de pelo más feo del mundo me hizo reír mucho. Su transformación fue la más radical y consistió sólo en cortarle el pelo y ponerle dientes. Creo que era un actor, no imagino a nadie entrando a una sala de masajes con un tipo que parece un australopitecus mendigo."Ahora conseguiré una chica" decía el nuevo buen mozo que no se había percatado que el peinado a lo René Higuita con pollina ochentosa no le favorecía.

El día siguiente, el viernes, le dije a Fernando (mi amigo portugués de la facultad) lo de Lobo Antunes. Le pareció un buen plan, llevaríamos nuestros libros para que nos los firmara. Él llevaría alguno de crónicas porque es lo que prefiere de la literatura de Lobo Antunes, yo llevaría uno de crónicas porque fue el único que me traje.

Comencé entonces a contar el tiempo para eso; mi estadía en Portugal tenía una nueva ventaja: estar aquí y no en cualquier otro lugar del mundo me permitiría ver a uno de mis escritores favoritos.
Le llevaría algo: algún libro venezolano que traje.
El poemario de Eugenio Montejo.
Quizá así me pregunte algo y pueda hasta conversar con él.
Quizá llega a ser tan amable que le puedo contar cómo fue que lo leí:
gracias a un taller de crónica y una clase de literatura portuguesa.
Decirle lo que me gustó de la novela que leí,
mis crónicas preferidas: aquella que habla de los girasoles.
Le podría llevar un girsaol,
pintar un girasol,
buscar una calcomanía de girasol.
Podría incluso y en último caso, si la amabilidad me lo permitiera, comentarle del Instituto Portugues de Cultura en Venezuela y la posibilidad de invitarlo.
Pero quizá y como todos dicen, resulta ser un tipo antipatiquísimo, amargado, y no me lleve una buena impresión si no todo lo contrario, no le dé nada y termine detestando sus novelas y crónicas como el señor Morais las detestaba; con un sentimiento mas subjetivo que objetivo, pensando en lo quejón y antipático que era el autor más que en sus palabras.
Podría tomarle una foto, quizá, tomarme una foto con él.

El domingo me tocó trabajar en la mañana. Salí de casa un poco tarde porque me quedé dormida. Llegué al trabajo y me di cuenta que no llevaba conmigo ni mi celular ni la cámara. Sólo el almuerzo, el libro de Crónicas de Lobo Antunes (el segundo), el libro de Poemas Selectos de Eugenio Montejo (que le regalaría) y los de literatura brasilera para adelantar mi trabajo final. Arreglé la tienda y ayudé a mi prima a limpiar el saloncito. Barrí, aspiré, limpié los baños. Le mandé un mail a Fernando diciéndole que ahi estaría a las 4, que no dejara de ir y que si quería me llamara a la tienda, que había olvidado el celular. Después le pregunté a mi prima si no tenía una cámara, pues yo la había dejado. Me dijo que pasara por la casa, que me dejaba salir un poco antes, y eso hice. Me fui al metro, de ahi 20 minutos a mi casa (con botas que duelen en los deditos meñiques, pero que son calientes para un día donde la temperatura no sube de 5 grados) y ahi busqué la cámara, el celular y comí algo. Me llamó Fernando y me dijo que no iría: una amiga había llegado de emergencia a su casa a solicitarle ayuda psicológica. Me pidió que lo perdonara, que ojala estuviera preparada para perdonarle eso. Y claro que lo perdonaba, él pensó que yo iba a dejar de ir por no tener compañía. Salí de casa con un margen de expectativas más grande: si fuese tan pero tan amable podría tomarle incluso una Polaroid. Me quedan 2, en Portugal no se consiguen los rollos y las he ahorrado para un momento especial.

En el camino, como dije, leí la crónica que habla de las casualidades, en cómo son el pseudónimo con que a veces Dios firma. Había en esa misma página una florcita que había agarrado en la plaza Altamira un día bellísimo y dejé caer ahí, por casualidios. Luego, con dos cámaras en mi bolso, leí una crónica que hablaba de cómo a él, a Lobo Antunes, no le gustaba que le tomaran fotos.
Fin de la expectativa Polaroid.

Llegué a El Corte Inglés como a las 3:30. Me tomé un cafecito para despabilarme y saqué el libro de Eugenio Montejo. Mejor escribirle alguna cosa, si no me atrevía a hablarle al menos tenía la esperanza de que eso se negara a callar, no se pusiera rojo y dijera lo que quería. Fue muy espontáneo, así que quedó lleno de palabras repetidas, en un portuñol dudoso, pero ni modo. Lo que más me gustó fue poner "Para Lobo Antunes":me pareció irreal. Luego agregué que era un regalo por haberme dado tantas historias, que son al final el mayor regalo. O el único. Y ahí pensé eso, que incluso cuando uno regala algo, regala también, o más que todo, la historia. Es decir, por ejemplo, una vez me regalaron un hamster. Ya no lo tengo, pero siempre tendré la historia de uno de mis regalos preferidos, de cómo luego le compré la pareja (a escondidas de mi mamá, en un plan secreto con mi hermano Jose) y cómo luego tuvieron hijos a escondidas de todos y cómo los hijos se escapaban por las rejillas e iban a parar a un hueco de la cocina dónde yo pasaba la noche esperando que se dignaran a salir para devolverlos a su casita enrejada. En fin, firmé y me metí al Corte Inglés. Vi dónde sería la firma de libros y me quedé haciendo nada entre un gentío de compradores navideños. Unas señoras probaban en sus barrigas el aparato ese que vibra y supuestamente adelgaza, otras oían cd´s para ver qué llevarían, otras se probaban lentes oscuros. Yo me puse en esas, poniéndome todo tipo de lentes Gucci a lo Paris Hilton. Cuando faltaban como 20 minutos fui al baño y ya luego me acerqué al lugar. Había un señor bigotón con dos hijos, luego se le sumó la esposa. Tenía tres libros de Lobo Antunes, ya el año pasado había conseguido la firma para el resto, según lo oí decir. Tiene todos los libros del autor, sólo le faltaba el que salió el año pasado, lo oí también decir. Luego, como si se tratara de cantantes pop hablaban de quien atraía más gente si Saramago o Lobo Antunes. Saramago ganó la contienda. Fue llegando más gente e hicimos una fila. Yo quedé de segunda y eso me llenó de nervios. ¿Era bueno o era malo quedar de segunda? ¿Me olvidaría más rápido después de ver a tanta gente? ¿Me atrevería con tan poco tiempo de preparación a pedirle tantas cosas? ¿Ponía la florecita que tenía mi libro de crónicas en el poema que más me gusta de Montejo, para que le prestara atención? No, eso no, me dije. Ésa florecita es mía, es un recuerdo mío. Señora de atrás, si quiere pase antes que yo. No, tranquila, me dijo. Sí, yo prefiero. ¿Por qué? me preguntó. Es que estoy como nerviosa. Pero laseñoradeatras no me hizo caso y se quedó en su sitio. Pasó el tiempo y el tiempo, y ya eran las 5 de la tarde. Encima de una mesa que estaba llena de libros del autor veo caer el cuerpo de una señora. Veo su cabeza, su pelo color anaranjado, sus ojos pintados de azul y por un segundo tuvo sentido que las viejitas se acostaran encima de las mesas de libros. Luego vi que no respiraba, que se movía extrañamente y que la hija gritaba auxilio. Pensé que se había muerto, tenía una expresión contraída en la cara, y del susto tuve que taparme la boca para no gritar. Una mujer médico la acostó en el suelo y la reanimó. Le dieron agua y azucar, una silla, y la premier con Lobo Antunes. Fue sólo un desmayo. Yo, que pensé que había visto a alguien morir, dejé de tener miedo sobre si el autor me recordaría o no, me pararía o no.

Llegó.
No era como las fotos que estaban a su espera. Estaba muchísimo más viejo, y más que viejo, acabado. Con un aire lento, pesado, una gran barriga, unas manos gordas donde la piel de alguna manera extraña colgaba y se hinchaba. Nos vio con un poco de pena, aquella fila de gente lo esperaba. Muchas cámaras se le acercaron, periodistas al parecer. Pasó entonces la viejita de la siesta sobre los libros, la señora que iba delante de mí y luego yo. Le di antes a un señor de El Corte Inglés mi cámara para que me tomara fotos cuando estuviera con el autor. Al llegar ahí noté que ni me veía, que no veía nada. El editor o manager o lo que fuera que estaba a su lado derecho hacía las veces de anfitrión y simpatía. Me preguntó el nombre y se lo dijo a Lobo Antunes, tratándolo como a un niño o a un viejo, y no lo es tanto para ese trato. Lobo Antunes aún no me veía y mientras me puse a hablar con el editor. Le dije que le había traído un regalo, un libro de un poeta venezolano. Entonces el anfitrión ése le dijo a Lobo Antunes "te trajo unos poemas venezolanos, quería regalarte algo" Él mientras firmaba mecánicamente y al ver el libro de crónicas dijo "pero éste no lo compró ahora" y yo le dije que no y el editor le dijo que no, que ya estaba leído, que mejor así. Luego le di el libro que me había terminado de tentar comprar: un libro de cartas que le enviaba el autor a su esposa cuando estaba en la guerra, en Angola. También lo abrió y firmó, viendo primero la página en que sale una foto de él con su mujer el día de la boda. Parece un actor de Hollywood en esa foto. Antes de la guerra, antes de todo, debe ser muy extraño verse así ahí y luego encontrarse con un espejo. Yo tomé la palabra, no iba a dejar que el editor hablara por mí. Dije, primero viendo al editor que era quien me veía, que yo le quería traer algo pues él me había regalado muchas historias. Ahí Lobo levantó la cabeza y me vio por fin, con esos ojos azulísimos. Como me ha regalado tantas historias, y yo sé que las historias son lo más importante que tenemos, yo quería traerle algo para agradecerle. Tenía este libro en casa que me gusta mucho, es de un poeta, es venezolano como yo. (imagino que ahí ya estaba roja) Agregué: un intercambio, pues. Palabras por palabras. Y me sonrió.
Lo vi salir de la máquina "tengo que estar aquí firmando porque sí" e interactuar por un segundo con el mundo a su espera. Me agradeció sonriendo y me hicieron salir pues era el turno de la Señoradeatrás. El señor de El Corte Inglés más o menos me lanzó la cámara y yo salí atarantada y perdida, sin terminar de entender la situación por lo que pasé a probarme más lentes oscuros. Luego de unos minutos no sabía si salir al frío e irme a casa, si pasar de nuevo a verlo, si ver mis fotos. Pagué primero el libro, bajé a ver los precios de algún café y volví a subir para irme. Pasé de nuevo, quizá no debí hacerlo porque me llevaba la sonrisa. Lo vi firmar aún con menos ánimo los demás libros. Se aguantaba la cabeza con una mano.
Solo brillaba su suéter verde manzana.


Ana Lucía De Bastos -(VIII)

Sueño dipsómano


Martes, 17 de abril de 2007. 6:45 am.

Anoche estuve leyendo un libro. Era uno de esos libros de los que Henry Miller decía que eran sus favoritos: una biografía: la vida de Malcolm Lowry. Es un libro de más de quinientas páginas en edición de bolsillo. El primer capítulo abarca apenas sesenta y concluye con la muerte del escritor. Me acosté pensando en la vida de Lowry, en su relación matrimonial, en su alcoholismo y en su apego a su casa canadiense. Restan cerca de cuatrocientas cincuenta páginas y parece que ya me lo hubieran dicho todo. No soñé con Lowry. Era más bien como estar pensando dormido. Nada llegaba a ser un sueño, sólo pensamientos sobre Margerie, su esposa y sostén espiritual, sobre su casa en Canadá y lo que significaba para el autor de Bajo el volcán esta casa y su célebre novela. Una casa donde pudo escribir finalmente su obra, que por burla de las moiras queda en el Norte y no México, pero la novela es en México; una novela escrita en el Norte sobre el inframundano México.
Todo esto lo asociaba en un sueño muy lúcido inducido por el libro.
A menudo me descubría despierto, y entonces creía que no había dormido nada porque seguía pensando en lo mismo. Vaya noche. Ya quiero enfrentarme con el segundo capítulo. Qué manera de escribir la de Douglas Day, el biógrafo del que cuya vida me ha absorbido en una sola noche. Uno termina involucrado en el torbellino que fue la vida de Lowry, en su dipsomanía que, en algún momento, llegó a ser de tres litros de vino tinto y dos de ron por día. Se llega a sentir lástima por él, porque casi todo cuanto le dependía se iba al caño. Fue un hombre al que la adultez se le convirtió en arrestos, divorcios, peleas, reclusiones en clínicas, destierros, lesiones, frustraciones literarias, incendios del hogar, en más de un sentido, y una borrachera de más de treinta años. Uno no se puede mantener al margen con la historia de una vida como la suya. No lo digo por establecer una analogía con su vida –Lowry fue un alcohólico irremediable–, pero leerla puede resultar embriagante. Espero continuarla hoy.


La razón por la que estoy leyendo sobre Lowry es porque me inscribí en un curso en la Escuela de Letras sobre Bajo el volcán. Se dicta en el área tres de la carrera. Hay pocas definiciones satisfactorias sobre esta área de estudio de Letras. Es, en síntesis, un acercamiento a la literatura para desentrañar su significado profundo para la vida. La imagen que nos brindan las obras más trascendentales de la literatura universal, y las no tan trascendentales, por supuesto: las que son unas joyas por su rareza de estilo, o por su tema. Solemos estudiar los pasajes de la mitología clásica griega para reconocer que definitivamente son imagen de acontecimientos literarios, o viceversa. Hay un tipo de estudio que realizamos en esta área que tiene que ver con los poetas, la poesía y los poetas, y me parece una de las más atinadas, como que por ahí van los tiros si queremos definir lo que hemos de aprender de área tres. La relación entre vida y literatura.

Hay una comparación que establezco desde que la descubrí cuando era librero, y creo que se ajusta un poco para acercarnos al área tres: Hace unos tres o cuatro años murió trágicamente una exitosa mujer del mundo teórico de las finanzas, Janet Kelly. Fue un presunto suicidio muy comentado en el país ya que fue en la vía pública. Kelly era una imagen del éxito ejecutivo. Hay un libro suyo sobre finanzas publicado post mortem (seguramente hay más, pero yo sólo conocí ese). En ninguna parte del libro se habla de cómo murió la autora. Sólo tenemos que tomar cualquier ejemplar de una obra de Hemingway, o de Camus, o de Kennedy Toole, o de Silvya Plath, de Woolf, y nos enteraremos de cómo murieron en la contraportada o en la introducción. Eso es lo que diferencia la carrera de un escritor de la de cualquier otro profesional, exceptuando quizás a los verdaderos artistas y algunos gobernantes. Hay una relación con la vida que es diferente de la que cualquier otra persona pueda tener, hay un nexo con la muerte que nos lleva a pensar que sólo reconociendo la muerte como parte de la vida se construye literatura, o por lo menos esa es la visión que podemos tener de los estudios del área tres, Literatura y vida. Lowry es un gran ejemplo de estos escritores para los que la vida les va en la literatura, o les fue. Su vida parece ser de un personaje literario, obviamente suyo.

Daniel Cuevas -(B-612)

Entrevista a Krina Ber, y su cuento El accidente, de su primer libro Cuentos con agujeros



Entrevista

Para este número, el apéndice revienta con una entrevista a la más reciente ganadora del concurso de cuentos Sacven, hablamos de Krina Ber. Arquitecta y arqueóloga de palabras, que asegura estarlas aprendiendo a medida que las descubre en español, como piedras preciosas u objetos prehistóricos.

Mario Morneza: 1) ¿Recuerdas en qué pensabas el día en que agarraste un lápiz y un papel y
empezaste a escribir una historia por primera vez en la vida?
Krina Ber: No. La primera historia que tengo fue escrita a los siete años. A los trece inicié un largo diario personal, cuya razón de ser está anotada al principio: "para que no se me pierda nada". En cierto modo todavía sigue válida.

MM: 2) Qué autor(es) o libro(s) o personas te han influenciado más en los pasos de tu vida narrativa?

KB: Hablemos de mi segunda primera vez, aquí en Venezuela, 2001. Sin duda alguna: Eduardo Liendo en el taller que conducía en la UCAB. Al final de cada sesión pedía un libro, lo abría en una página al azar y nos daba una frase cualquiera como disparador para el texto que íbamos a escribir para la sesión siguiente. Por alguna razón esto funcionó divinamente conmigo. Me dio la total seguridad de que en cada frase se esconde un cuento, sólo hay que creerlo para encontrarlo. Cuánto quisiera volver a sentirme así hoy.

MM: 3) Si haces una retrospectiva hacia las palabras que has empuñado en el pensamiento y luego en algún papel o en algún archivo Word de la PC, ¿cuál es la palabra que más has escrito, cuáles las que no quisieras escribir nunca, y cuáles tienes miedo de escribir?

KB: Mario querido, mi relación con las palabras de español es distinta a la tuya. Creo que las uso a medida que me las aprendo. Es la ventaja - desventaja del descubrimiento e incertidumbre.

MM: 4) ¿Antes de empezar a escribir tienes algún ritual?

KB: Me gustaría tenerlo. Dicen que los rituales ayudan.

MM: 5) ¿Qué momento del día eliges para escribir?

KB: Cuando tenga tiempo libre y no esté cansada... Realmente son pocos.

MM: 6) ¿Qué estás leyendo ahora?

KB:
EL TELÓN de Milán Kundera LOS INVENCIBLES de Rodrigo Blanco OJO DE PEZ de Antonieta Madrid LA HISTORIA SIGUIENTE de Cees Noteboom MERCADO DE BARCELÓ de Almudena Grandes AMERICA de Frantz Kafka CUENTOS COMPLETOS de Silvina Ocampo inéditos de amigos No me hagas mucho caso. Soy una lectora voraz y desordenada.

MM: 7) Hablanos del proceso de construcción de tu primer libro, Cuentos con agujeros, y si éste, arquitectónicamente hablando, tendrá una infraestructura similar a los próximos. Ya estástrazando planos?, o falta poco para la inauguración del próximo?

KB: Ojalá fuera así. Tengo un segundo libro de cuentos entretejido de fragmentos de un diario ficticio, que se llama (al tercer intento) "Para no perder el hilo". Confío que va a salir, pero no sé cómo ni cuando. Todavía no he intentado seriamente nada que no sean concursos, que son el camino fácil, porque el texto habla por ti y no tienes que ocuparte de su suerte.

MM: 8) ¿Próximos proyectos?

KB: Bueno, publicar este libro. Por el resto, seguir escribiendo, ya veremos qué. No logro planificar mucho.

MM: 9) Si las palabras estuvieran compuesta por la combinación de dos materiales, para Krina, cuáles serían estos dos elementos?

KB: Me encanta esta pregunta. Claro que las palabras tienen textura, sonido, color y olor, atributos de los materiales. Sólo que no son dos, son diferentes para cada palabra y se unen misteriosamente con su significado. "Desperdigar" tiene algo de pájaros y piedritas, "musitar", textura de cuero viejo cuando se frota contra la madera, "ascuas" chisporrea, "prófugo" incluye humo y "allanar", agua. No sé si esto tiene algún sentido cuando estás "adentro" y no " afuera". Del idioma, quiero decir.



Cuento: El Accidente, de Cuentos con agujeros.

Las dos puertas se separan con un bufido y mi camilla penetra en el ascensor, aplastando contra el fondo de la cabina a una vieja en pijama suspendida de su bolsa de suero. Mamá ¿qué le van a hacer al señor? Cállate, ¡eso no se pregunta! Me van a cortar en pedacitos, bromeo para darme ánimos a mí mismo. Aunque ningún sonido sale de mis labios, el mocoso debe haberme oído, porque rompe a llorar y se refugia en los rollos de grasa de su progenitora. Asustado, el chiquillo. Y yo, pues... La verdad, niño, es que no tengo la puta idea de qué me van a hacer. Ni siquiera sé donde estoy.
Doblamos ahora a la izquierda. Otro corredor. Lámparas fluorescentes con bombillos gastados esparcen luz mortecina entre rociadores oxidados y rejillas de aire acondicionado aureoladas de sucio, de vez en cuando alguna lámina faltante en la cuadrícula amarillenta del plafón descubre tripas enmarañadas de cables eléctricos, tuberías y mangueras flexibles; lo veo todo con una espeluznante nitidez. No debería saber nada, no debería pensar, por eso me inyectaron algo y el dolor se fue, gracias a Dios, entonces, ¿por qué no estoy dormido como todos suponen?
Dios mío, ¿dónde he venido a parar?
Por fin el negro se da cuenta. Está consciente, dice. No puede ser, contesta el otro. Míralo, insiste el primero, creo que está consciente. Oiga, señor, todo está bien, ¡aguante un poquito más! Ya estamos cerca. El blanco de sus grandes dientes refulge entre los labios gruesos mientras habla y me toca la frente. Maldición, ¿acaso el haberme recogido en la carretera justifica tanta confianza? No me gusta el racismo, de todos modos ya nadie habla de mi abuelo ni del Klan, no es políticamente correcto… Pero tampoco me gusta que cualquier patán negro me ponga las manos encima.
No puede estar consciente, repite el otro, no obstante el primero me sigue hablando, por si las moscas. Va a estar bien, ¿oyó, señor?
Miente. Los oí antes, en la ambulancia. Múltiples fracturas, hemorragia interna, todo descoñetado, el pobre diablo... ¿cómo es que se llama? Pásame su cartera para completar el reporte. Me enfurecí. ¿Cómo es posible que esos ignorantes no me reconocieron? El honorable James Althuser, concejal y candidato al congreso, sobrino del gobernador, ese soy yo, mi foto está en todas partes... James Edward Althuser Tercero, ¿oyeron, imbéciles? ¿Qué se creen, afro-americanos, ciudadanos de color?... y ¿qué color si son todos negros?... ¿no leen ni el periódico? ¡Que me respeten aun con mis huesos rotos y vísceras destrozadas!
Grito que avisen a mi familia. Y nadie me oye. Pobre diablo, se llame como se llame... No encuentro sus papeles, sigue el paramédico negro, convencido de que estoy inconsciente. Apostaría a qué yo si sé como te llamas tú, pienso. Williams como todos ellos. Willy Williams... ¡Eh, Williams! A ver ¿si estoy en lo cierto? No hay negro por aquí que no se apellide Williams... a veces Johns, si tiene algo de suerte.
Otros pares de puertas se abren bajo el impacto de la camilla y el plafón desvencijado cambia a uno liso, blanco y esterilizado por una estridente luz de neón, gélida como el aire en este sitio. No sé cómo me acomodan debajo de una lámpara implacable y seis focos cegadores se clavan directo en mis ojos. Oh Dios, ¡qué frío hace! Nadie me oye, mi lengua está pegada a la garganta. Debe ser la inyección que me dieron, o algo peor. Varias figuras con máscaras verdes, batas y gorras verdes, se afanan alrededor de mí, preparan instrumentos, enchufan aparatos. El anestesista palpa mi brazo, buscando la vena. Se inclina sobre mí y también es negro, no puede ser, pero, ¿qué hospital es este?
Un pinchazo, y su cara se desdibuja en el frío resplandor de los seis focos de neón, luego, para mi alivio, esos también se alejan, se transforman en simples rectángulos de brillo mortecino y se desvanecen en la oscuridad. Qué pena que esa bendición no dura nada. En un dos por tres encienden otra lámpara, mucho más amigable, que cuelga redonda y cálida del plafón pintado azul cielo. El anestesista me sigue observando, pero ¿por qué se quitó la máscara? Será porque su cara está ahora detrás de un vidrio... tal vez ni siquiera es su cara, de hecho no es una cara: son dos, luego tres, cuatro caras, y todas sonrientes. Debes estar alucinando, James. Aquí está la gorda del ascensor, y un viejo, pelo blanco y diente de oro, otro sujeto luce una horrenda camisa a flores y, por este lado de la ventana, veo a una mujer con lentes y bata verde. ¿De dónde salieron tantos negros malnacidos? Y todos me sonríen, hablan de algo animosamente y baten las palmas con visible alegría. Pero, ¿cuál es la fiesta, acaso no necesito más la cirugía? O ¿ya pasó todo? ¿Tan rápido? ¡Imposible! Ni siquiera tienen una anestesia decente ya que no me he dormido ni por un instante.
La tenue musiquita que impregna el aire me causa un indecible malestar, pero nada puedo hacer, todavía no recuperé el habla, no siento a mi cuerpo y no logro mover ni un dedo... ¿Qué carajo me hicieron? Oh Dios, tuve un horrible accidente, me operaron, sobreviví y ahora quiero descansar! Si estoy mudo y paralizado, se supone que tampoco debería saber, ni ver, ni recordar... Tantos imbéciles se deleitan en mirarme y a nadie se ocurre avisar a mi familia. Familia Althuser, me llamo James Althuser... En un esfuerzo sobrehumano trato en vano de estirar los brazos para llamar la atención y un extraño objeto pasa volando frente a mis ojos. No lo veo bien, atraviesa velozmente mi campo de visión, desaparece y vuelve otra vez. Un pájaro, un avión de juguete. No. Se parece a una galleta o una mano minúscula. Quiero agarrarla y, fíjate, aparece otra.
Oh Dios, sé que no debo saber ni recordar, y sin embargo lo registro todo con una espeluznante nitidez, mientras mi corazón se encoge con un mal presentimiento. El plafón como cielo azul, la musiquita dulzona en el aire, esas manitas de chocolate que vuelan tan cerca. No las puedo agarrar, vuelan solas, y algo está amarrado a una de ellas, como un brazalete. El brazalete lleva una etiqueta. Una etiqueta que dice... Pero ¡para de moverte, carajo!... Que dice, dice... no puedo leerlo bien. ¡Párate! bramo como un condenado. Y no se oye nada, tan solo me llegan unos estridentes chillidos de algún lactante. ¡Qué fastidio, el carajito!
La manita se inmoviliza un instante y así puedo leer lo de la etiqueta.
Oh, Dios. Dice: “Bebé Williams”.
De súbito, comprendo, y el horror de la certidumbre me hiela la sangre en las venas. Y la rechazo de inmediato: yo no creo en esas güevonadas. Eso no me puede estar pasando a mí. No a mí. No. ¡NO! ¡Eso no! No obstante, mi razón es impotente frente a la inminencia de la pesadilla: sé que esas manitas son mías, y los chillidos también. Conque Bebé Williams... Mierda. Un carajito y ¡encima, negro! ¿Qué podría ser peor que esto?
Aterrado, grito y grito, a todo pulmón.
La mujer con la bata verde se inclina amorosamente sobre mí y la oigo decir:
— Esta pequeña debe tener gases.
Me alza en sus brazos y me masajea suavemente la barriguita.



Krina Ber -Invitada
Ilustraciones, Krina Ber.
Foto, Manuel Sardá

El fin



Te esperé en un sitio con piedras enormes
junto a llamas cristalizadas como flores
de cerca, hundida en el monte, la piedra
expiaba mis últimos sueños y eran árboles contorsionados,
tumbados al aullido del viento,
las ramas arañando con arte la piel de la intemperie
sin derramar la más mínima ciruela de sangre.

Una culebra se ha enredado en mi pie izquierdo
y me enseñaron que estuviera quieto cuando las cosas llegaran a ese estadio.
Te escribo a orillas de un agua turbia
de formas vagas, irrepetibles, absurdas.
Los versos que me salen, te mueres de la risa:
“falsos amuletos”, “zarpazos desiguales”.
Siento el abrazo profundo y escamado
me lastima la cintura en el momento preciso,
justo los primeros rayos de la estrella mayor
sobre el vacío.

Te canto perdido en el copo del cerro
esperando en el frío, asfixiado en la tierra;
floto en el eco y desciendo hacia el valle helado.
El río es una liana de sueños
dormida por el canto fúnebre de las flores
las envidio tanto, porque así me gustaría dormir
enrollando tu cuello, susurrándote algo
“falsos amuletos”, “zarpazos desiguales”, ¿dónde estarás?



Hensli Rahn -(1937)

Caracas se quema

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El ahorcado


Cincuenta veces me subí en aquella bendita silla de hotel intentando quitarme la vida. Cincuenta veces lo hice a sabiendas de mi mala suerte con las mujeres. La primera vez solo sentí el fuerte golpe al caer. Por alguna extraña razón, fracasé. Lo mismo sucedió las cuarenta y nueve noches siguientes, ¡fracasé! En vano revisaba la cuerda antes de cada evento, puesto que al tensarla siempre estaba bien, intacta. Tras cada golpe contra el suelo, regresaba a la cama y recordaba en silencio el eterno desamor de todas las mujeres que amé.


Una última jugada –me dije a mí mismo, maldiciendo con rabia a todas mis mujeres: a Julia, a Rosa, a Beatriz, a Sofía. A todas las maldije, por crueles, por hipócritas, por hijas de p…; terminando de decirles puta, sentí de súbito un peso enorme sobre mis hombros. Era mi cabeza que finalmente había vuelto a su lugar: no menos de cincuenta veces la había perdido sin darme cuenta. Mala suerte para mí que al percatarme de ello resbalé de aquella bendita silla de hotel.

Yoel Villa -(3)

Domingo


Sentía que había estado muchísimo tiempo esperando por aquel encuentro. Taía estaba de espaldas, en medio de la caótica multitud, y Darío pudo sentir, mientras avanzaba hacia el extremo del patio en donde ella se encontraba, una sensación agridulce que se ovillaba como un caracol en la boca de su estómago. Hacía mucho calor, el sol tomaba formas inusitadas en el cielo, las nubes parecían haberse quedado inmóviles sobre ese lugar, era como si alguien las hubiese adherido, laboriosamente, con pegamento, midiendo con lentitud las distancias. El ojo del sol como medida del tiempo que separa las cosas.
Apenas entró al viejo edificio, Darío entendió que la medida de ese tiempo, el tiempo de ese lugar que se enhebraba en el ojo del sol y se pegaba a la piel como una sensación pegostosa, asfixiante, corría a un ritmo distinto.


Quizás, debido a esa certeza que empezaba a caminarle como un bachaco de culo grande y rojo por la piel, sospechó que las dilaciones propias de ese lugar se apoderaban de las personas que habitaban en él, y cuanto más se acercaba a Taía, más sentía que las semanas que los separaban desde el último encuentro, se habían convertido, de manera inadvertida, en siglos. Llevaba como obsequio un collar de finas cuentas de vidrio en el bolsillo de su pantalón, mientras caminaba empezó a apretar cada una de las cuentas entre sus dedos así como si estuviera rezando un rosario, a la mitad del collar sintió que cada cuenta podía representar un día de separación. Aunque un día se convertía con cada exhalación de aquel aire viciado en un siglo, el número de las cuentas se asimilaba al número de sus pasos, y fue como si las particularidades del tiempo que florecía marchito de antemano en ese lugar, pudieran revertirse, correrse hacia atrás como las agujas de un reloj maltrecho. Se hizo el milagro, el pasar de los días estaba subordinado a sus pasos pero entonces tuvo miedo de que al emprender el camino de vuelta, los días arrancados a la superficie de cemento del patio se recrudecieran en las líneas de su memoria y empezaran a desplomarse sobre él, como sobre Taía se desplomaban seguramente, sin cesar, las piedras de aquellos muros mohosos, menos agrietados por la lluvia que por la intensidad de las miradas. Todos los que entraban allí, excepto los guardianes, clavaban en ellos sus ojos como picas.
La reconoció por las extravagantes estrellas de cinco puntas que Taía hacía unos meses se había hecho tatuar en la espalda. Cuando se encontraba a diez pasos de ella, su mente se quedó en blanco, no sabía que excusa le daría para justificar su presencia ese domingo. Ella le había hecho prometer en una de las conversaciones telefónicas que sostuvieron poco después de que la trasladaran al penal, que él, Darío, jamás pisaría ese lugar. Había perdido la razón, pensó luego de colgar el auricular, mientras erráticamente caminaba de un extremo a otro del apartamento y encendía cigarrillos, uno tras otro, sólo por no encender sus dedos. Eso lo había pensado aquella noche, la noche de la conversación, ahora, estando en el patio, apenas a diez pasos de ella, con un sol que cuarteaba cada una de sus palabras hasta volverlas inarticulables, pensó que, después de todo, ella no estaba equivocada. Lo comprendió, de golpe, cuando el aire enrarecido empezó a hacérsele irrespirable, lo comprendió cuando midió a la Taía que recordaba con esta mujercita pálida y enflaquecida, que aún llevaba todas las estrellas del cielo dibujadas en la espalda. Estrellas negras como de mal agüero.
Se dio la media vuelta, caminó esta vez en dirección contraria buscando la salida, ella no estaba equivocada. Mejor esperar, después de todo, no eran más que tres meses. Recogió sus cosas en la garita de seguridad, y cruzó la puerta del penal, de nuevo, el ojo del sol era la medida del tiempo que separaba las cosas.

Continuará....


Dayana Fraile -(7)

Escuela de turismo


Aclaremos una cosa desde el principio: el azar y la causalidad no tienen ninguna relación con la suerte. Sin embargo, esquemas constantes y apropiados de previsión son de significativa importancia. Coche tiene tres ambientes puntuales de explotación turística: empecemos por la pequeña tribuna en la que estoy sentada, y, propiamente, por lo que se ve desde esa tribuna. Un partido de Hockey sobre patines. Quizá sea la única cancha de Hockey en Venezuela. Los otros dos puntos turísticos son harto conocidos: el Museo Alejandro Otero y el Hipódromo de La Rinconada. Pero no se trata de esto de lo que quiero hablar. Quiero hablar de causalidades y azares, y creo que para hablar de estos términos, una tiene que hacerse de la idea que la conversación o la explicación o la conversación-explicada debe comenzar por cualquier cabo temático, ateniéndonos al mismo principio de que todos los caminos llevan a Roma. Pero no quiero hablar de turismo, ni de Italia y de ninguna ciudad europea.
Los del B-1 siempre me intrigaron. Y cuando me preguntaron que quién era Carol A., la camiseta del pelotero que llevaba puesta, de personas intrigantes los trasladé a la casilla de absurdos. Me llamo Carol Águila y la camiseta del pelotero se trataba de mi uniforme de Hockey. Gacelas, se llama mi equipo, pero ya quedamos eliminados. Por eso, estoy de testigo de los cuartos de final y esperar hasta la próxima copa. Tal vez no era para tanto y merecían una segunda oportunidad. Tal vez sólo querían entablar amistad con la chica del B-8 que tenía la misma edad de su hijo, que andaba por tierras del medio oriente como luego me enteré.


Pasó el tiempo y una noche llegué a Bloque 4 a eso de las tres de la mañana. Me quedé a estudiar en casa de mi amiga Leticia, en Los Morados y desde su balcón veía una sombra que iba y venía, de un costado a otro, bordeando la pared de la Letra A. Pensaba que era un ladrón y dudé entre ir a casa o quedarme donde mi amiga, opción que no me emocionaba tanto, pues apenas un mes y medio atrás había roto con el hermano de Leticia y él andaba en planes de volver, situación que se me complicaba estando en su terreno, al menos hasta que se acabara el semestre. Finalmente, fue el hermano de Leti –prefiero llamarlo así que mi ex– quien me escoltó hasta la reja de Bloque 4. Nos besamos como cinco minutos aunque preferiría, en esta historia, decir dos, y entré. Me percaté, entre lo aturdida que estaba por tanto turismo académico y besos pletóricos, que la sombra observada que iba y venía era un sujeto que delineaba unas cejas con aerosoles y tintas en la irregularidad de la pared. Pensé que componía el rostro de una persona con problemas graves de acné. Seguí de largo como si no me importara la actividad artística a deshoras. Pensé por un momento que no iba a tener energía para jugar al día siguiente. Eso fue ya hace un mes.
Al final de la tarde de ese día, el mismo chico me abrió la reja de la letra. Yo andaba uniformada y llevaba sobre mi hombro mi stick. Me llamo Fabricio, me dijo. ¿Dónde será el juego?, me preguntó después de yo haberle dado las gracias y mi nombre. Será aquí mismo, le dije, a dos cuadras, al frente del Bloque 2 y al lado de la Santo Domingo Savio, no hay pérdida.
Fabricio tenía algo en los ojos de un cariz metafísico que cualquier agnóstico caería en ellos, una pesadez que sólo es comparable al de aquellas personas que conocen demasiado bien cómo se mueve el futuro y saben cuando están por venir las desgracias. Le dije que no se perdiera un juego de las Gacelas, los subcampeones actuales para ese entonces. Le dije que si quería invitase a alguien. Me despedí.


En ese juego di dos pases para gol, hice cuatro robos de disco y me torcí el tobillo lo que me provocó un esguince leve que, con trescientos gramos de hielo y treinta de una pomada impronunciable, se me alivió y pude, al menos, jugar unos minutos en la jornada sucesiva.
Fabricio me ayudó a subir las escaleras. En el tramo de planta baja al primer piso, sentí espesarse el silencio. Del primer piso al segundo, pensé en que los hechos de la realidad sucedían por casualidad o, más bien, por un concatenamiento de muchas casualidades. Del segundo piso al tercero, comprobé, como si fuera una bióloga del éter, que escuchaba el griterío del público en las tribunas de la cancha de Hockey con mayor claridad, ya que, como muy bien aprendí hace años, el sonido es más liviano que el aire y por tal razón se escuchan mejor arriba que al ras del suelo. Para una chica como yo, que vive en castillos de aire, ciertos espectáculos imposibles como el verme asistida por mi vecino y nuevo amigo, pueden, fácilmente, hacerme creer, no sé si erróneamente, que la realidad anida en todas partes.
Invité a Fabricio a tomarse algo y le mostré mi colección de objetos de todos los países del mundo. Cuando le mostré mi mini-lámpara de Persia conocí con todas sus aristas la verdadera dimensión de la palabra arrepentimiento. Fabricio casi se fue corriendo de allí, con unas gotitas en los ojos que estaban a punto de saltar desde las pestañas y suicidarse contra el piso. Lo dejé ir. Pensé, y sigo pensando ahora desde la tribuna, que el azar y las circunstancias pocas veces se pueden eludir, y que parecieran signadas como un plan tan divino como macabro en nuestras vidas. Tenemos acuñados en nuestro camino un lote de experimentos emocionales que pondrán a prueba nuestro temple. Si estos males divinos no son capaces de matarnos o que nos matemos como lágrimas a la orilla de los párpados, de seguro nos harán más fuertes. Lo que dudo es que si esta fortaleza viene dada porque nuestro espíritu ha sido cincelado hasta la médula o porque es nuestra naturaleza humana la que va tras ellos. Siempre en las prácticas en la cancha de Hockey escucho las misas altisonantes de la Domingo Savio y la frase “Nacimos para sufrir” se repite como un mantra poderoso.


Fabricio, al siguiente día, tocó la puerta del B-8. Mi mamá lo atendió. Yo estuve escuchando música como hasta las cinco de la mañana. Aunque, en realidad, era el insomnio y la culpa por haber cometido un error inconsciente. Lo dejé ir a su casa, no podía, por ninguna razón, disculparme. Pensé en decir el trillado: Oh, Fabricio, ¿dije algo que te incomadara? El silencio fue mi mejor herramienta para apretar las tuercas que no dejarían fluir una crisis de nostalgia o de lo que fuera. Eran como las once y después de bañarme lo invité a almorzar. Yo misma hice el arroz y calenté unos muslos de pollo que invernaban en las entrañas glaciales del refrigerador. Fabricio me contó su historia persa, la cual me conmovió tanto como la película Casablanca, la última que vi con el hermano de Leti y Leti. Fue su manera de disculparse por su salida intempestiva. Entendí por qué.
Fabricio volvió a tocar la puerta del B-8 al sábado siguiente. Era para contarme un sueño que había tenido esa misma madrugada. Fabricio trajo una pizza de El Buda de Oro. Me reí para mí misma, sin explicarle a mi vecino que estaba a dieta. A las Gacelas las habían eliminado el jueves en un juego reñido. No pude jugar todo el encuentro como era habitual y, modestia aparte, ésa fue una posible causa de la derrota. El sueño de Fabricio era extraño. La razón por la que me lo quería contar era mi aparición en ese sueño. Me reí, pero esta vez no porque incumpliría el régimen de la dieta, sino por nerviosismo. Los del B-1 volvían a estar en la casilla de los intrigantes.
Y fue así el sueño: Eran dos edificios enormes, como dos torres gemelas, de un tizne curtido por tierra y ladrillos que se desmenuzaban. Me explicaba Fabricio, yo sólo prestaba atención y trataba de sostenerle la vista a esos ojos que parecían atravesarte como un hilo delicado, sin sentir la picadura y una que fuera como de aire, así me sentía, en medio de una cirugía psicológica. Dentro de ambos edificios cabían ciudades enteras, con parques, cines, centros comerciales, oficinas, ascensores del tamaño de un vagón del Metro. En uno de esos edificios vivía yo. En el otro vivía él y nuestras ventanas podían estar una frente a la otra, pero cuatro o cinco ventanas mediaban entre ellas. En el sueño yo le escribía cartas. Con dibujos. Con juegos parecidos a la sección de pasatiempos de los diarios. En fin, mis cartas eran muy originales. A causa de que el correo no existía, ni los teléfonos, ni el Internet, ni ningún sistema de comunicación a distancia. Teníamos que optar por la ayuda eficaz de los pájaros. Habían muchos y uno tenía que silbar en los tonos adecuados para que alguno te hiciera caso y acudiera a tu llamado. Yo era una experta silvando, me explicaba Fabricio, y yo sólo prestaba atención. Él, en cambio, comenzaba a desesperarse, porque ni en el sueño ni en la vida, aprendió a silbar. Y me hacía señas desde su ventana, en un lenguaje casi dactilográfico, sobre su discapacidad en el silbido.
La próxima carta que le envié era recomendándole un local en el piso trescientos y no sé cuánto en el que impartían clases de silbido a muy bajo costo. El viaje desde su apartamento hasta el lugar indicado, significaba una inversión de al menos cuatro días. Y así lo hizo. No volví a saber más nada de Fabricio en por lo menos un mes. Cuando Fabricio explicó esto, me reí de nuevo, porque he escuchado que un sueño, tal como pasa ante nosotros mientras dormimos, dura unos segundos apenas, como si el tiempo en ese estado se encapsulara a su mínima expresión de tamaño.
Un día en el que yo pelaba unas cebollas y veía los gajitos transparentes caer hacia el abismo antes de ser capturados por el pico de alguno de esos pájaros, apareció Fabricio, recostado en la ventana y con los brazos cruzados, atento a mis gestos que no se sabían observados y detallados, esperando, paciente y sumiso, que yo me percatara de su presencia. Y me hizo señas de saludo como si apenas lleváramos tres minutos sin vernos. Agarró el papel, lo dobló y silbó. Un pajarito se acercó a la ventana agarró el papel y se fue volando a otro rumbo. Yo me reí a carcajadas mientras escuchaba y en el sueño. Luego la escena de doblar el papel, de silbar, de que viniera algún pájaro disponible e irse sin rumbo definido se repitió incontables veces. Fabricio, que desde un principio no estaba seguro que sus silbidos funcionaran como lo esperado, previsiblemente le sacó cientos de copias al manuscrito original. Cientos. Al parecer, luego de dos horas de intentos fallidos, nos dimos cuenta, cada uno desde su ventana, que los pájaros entregaban la correspondencia a quienes les daba la gana. Todo el mundo estaba confundido y miraban hacia todas partes buscando al fraguador de esas palabras. Yo no me atreví a hablar y me quedé callada en el sueño, sin decir nada, esperando mi turno, el azar o la casualidad de que algún pájaro escuchara las coordenadas específicas de mi ventana y me entregara la carta que tanto esperaba leer. Junté mis manos, en el sueño y mientras escuchaba, y me llevé un pedazo de pizza, fría tal como me gusta, a la boca. Mastiqué. Deglutí.


Fabricio volvió el sábado siguiente al B-8 para, esta vez, escuchar mi sueño. No había comida lista y ese sábado, en la mañana, mamá y yo no habíamos ido a Mercifrica a hacer compras. Cuando el estómago nos empezó a picar, por un instinto de evitar que las fluctuaciones estomacales restaran protagonismo a nuestros relatos, recordé las hallacas congeladas de la pasada Navidad. Las descongelé y calenté. El sueño de Fabricio también era apocalíptico. Comencemos por el sueño de la visita. Me contó que en este sueño también aparecía yo. Esto me preocupó un tanto, pues no estaba preparada para ser la Ingrid Bergman de las funciones oníricas de Fabricio. Aunque, en cierto modo, la situación me halagaba. Fabricio, mientras relataba sus sueños, me di cuenta ese día, era como un pintor, por no llamarlo grafitero: lanzaba palabras como óleos sobre lienzos, y estos óleos, espesos y húmedos se tardaban en secar, durante ese tiempo, a Fabricio se le ocurrían más ideas para su relato, y cada idea significaba un personaje, una carretera, un pasillo, una puerta. En este sueño Fabricio era presidente de la República. Y Estocolmo estaba a días de galardonarlo con el Nóbel de la Paz. Yo en el sueño tenía un papel ambiguo, que prefiero no desentrañar con opiniones. Estaba ligeramente exaltada. Fabricio en el sueño tenía unos cincuenta años. Su cabeza estaba cubierta casi en su totalidad por canas, según él en su sueño, canas blancas y espigadas como una ladera de mazorcas que en el epílogo de la historia tuve que acariciar. Fabricio iba y venía de un pasillo a otro de la casa de gobierno. Yo, desde mi despacho, veía a una sombra que iba y venía, de un costado a otro, bordeando las paredes tapizadas de espejos y cuadros decimonónicos. En el sueño, la Carol Águila del sueño, aparentaba mi misma edad. De repente, nos llaman a todos a la sala de conferencias, que estaba equipada con lo más moderno en tecnología. Ya sentados, se abrió una pantalla gigante, del tamaño de una pared de cinco por cinco metros. En la pantalla apareció, vista desde varios ángulos en una sucesión vertiginosa de imágenes, el hongo de una bomba nuclear. El resplandor hizo que se me cerrasen las pupilas de inmediato. La bomba había caído en la ciudad de Maracaibo devastándola por completo. Luego, casi al instante, fusionándose estallidos y edificios venidos abajo, aparecieron declaraciones de los líderes más representativos de globo terráqueo acusando a Fabricio de provocar la tercera guerra mundial. Fabricio, en el sueño, también se desplomó. Fabricio afirmó que luego ocurrieron cosas confusas que no supo explicar. La siguiente escena que no se extravió en el tejido narrativo del sueño fue así:
Estamos en la habitación presidencial. Y, delante de nosotros, un pequeño televisor que casi repite una tras otras las mismas tomas aéreas que vimos en la sala de conferencia. Fabricio se acurrucaba en mi regazo mientras se dejaba acariciar el sembradío de canas. En eso, gira bruscamente su cabeza hacia la ventana y me pregunta en el sueño: ¿Qué hay detrás de la ventana? En eso, un trozo de náusea sube por mi garganta. Las causalidades y los azares surgen también de ese modo, como una arcada que en el momento menos esperado te ataca de dentro hacia fuera. Esa era la primera frase de mi sueño. Un sueño en el que sólo aparecía de Fabricio el mural dibujado por él. En el sueño, que lo encasillo en el género de Apocalipsis onírica, una voz detrás de mí me pregunta: ¿Qué hay detrás de la ventana? Y me asomo titubeante y veo a una gran bola plateada, del tono que adquiere el vidrio cuando es fundido. Aquí, por unos momentos, todo es confuso y se me hace imposible armar detalles. Luego viajaba en un helicóptero cuya figura recordaba a la de un insecto, de esas alimañas de climas calurosos e insoportable sonido cuando aletean. Así era el helicóptero, además de portar un color de tierra mojada, supongo que muy parecido en el tono a los rascacielos ciudades del primer sueño de Fabricio. En ese sueño, yo pertenecía a una especie de grupo de rescate que, en plena acción, ayudaba a personas damnificadas, pues, la ciudad que sobrevolábamos había sido sacudida por un extraño cataclismo generado, supongo, por la bola plateada que prologó este sueño. Desde el helicóptero descendimos y aterrizamos en la azotea de una torre y, ya de pie, sobre el piso de cristal macizo de la azotea, podíamos ver hacia su interior. Dentro, empotrada en una cama, estaba una joven de unos veinte años o menos, siendo operada por robots. La joven tenía los ojos abiertos, como si acabara de ver a un Elvis recién resucitado. Todas sus pieles y músculos estaban rasgados, como si fueran el relleno de goma espuma para un sofá. Podían verse sus huesos secos, sin rastros húmedos de sangre. No aguanté aquella visión y miré hacia la ciudad que acababa de recibir el impacto del extraño meteorito. Había dejado un cráter enorme que, por la fuerza con que venía, debió abrir un hueco que alcanzaba el otro extremo del planeta. Me subí de nuevo al helicóptero y me dirigí hacia la abertura. En el sueño, ya en un clima más filosófico que vivencial, pensé que si me sumergía por ese profundo y oscuro cauce, acabaría por perderme. Iba a estar tan desesperada en ese viaje tubular que seguramente descubriría alguna parte de mí desgajada en la adolescencia. Una parte de mí en la que me vería obligada a entablar conversaciones y rendir cuentas. La idea en el sueño me hizo perder, por segundos, el control de la aeronave. Mi mente iba por un lado y se alejaba del sentido de la cooperación. No podía controlar las imágenes. Me sentí en una sala de cine, sola, esperando alguna función después de los tráilers. Soñaba que era una asesina en serie. Una homicida en el pandemonium. Una criminal por azar. Nuestra ciudad, esa Caracas soñada que no se alejaba mucho de la real, era una ciudad diseñada para la muerte. Vi a un presidente disfrazado de Ícaro. Vi a una luciérnaga devorar a una vaca. Vi a unos jóvenes derrumbar el mural de Fabricio como si se tratase del muro de Berlín. Vi a un general dictar órdenes descabelladas mientras le salía una espesa baba por la boca y las narices. Vi a cuervos y halcones picoteando semáforos e instalando sus nidos allí. Vi rostros que comentaban noticias y se derretían de a poco. Vi bombas que estallaban y convertían gigantescos centros comerciales en un amasijo de hierros retorcidos. Vi jueces y abogados que eran secuestrados directamente en sus despachos y arrastrados hasta postes de luz donde eran colgados como perros. Empecé a hundirme en el foso, en la herida que había dejado el meteorito. Las imágenes siguieron su constante profusión e irracionalidad. Vi botellones que, en vez de agua, contenían leche en su interior, y rodaban por carreteras a voluntad propia. Cerré los ojos en el sueño. Recuerdo que los cerré muy fuerte como si quisiera sellar las delgadas carnes de los párpados. Desperté. Abrí los ojos y ya eran casi las once. Volví a encargarme del almuerzo. Esta vez comeríamos chuletas con pasta Los tres mosqueteros, una receta que leí en un blog que se llama El apéndice de Pablo que me mandó por correo un vecino. A mamá le encantó la receta. Ése día tuve examen de geografía.
A Fabricio le gustaron las dos anacrónicas hallacas que se comió.


Mario Morenza -(11)

MOMAP

Museum of Modern
Apéndice

presenta a Gonz y a Malú en la 1era Exposición
de este 2008 en nuestro museo.


Gonz, de 22 años, grafitero, diseñador gráfico e ilustrador quiere comprender la realidad delineando trazos en las paredes de Caracas y en su cuaderno de dibujo. Por su parte, Malú, de 21 años de edad, redactora y estudiante de comunicación social de la UCV, a través de sus pinturas busca infinitas alternativas de viajar por el mundo.

Los de GONZ


Niña


Sabio


Viejín


Flojo

Los de MALÚ


Cuadro azul


Proyección



Alfonsina


Cíclico II


Melodiando


Cíclico I

Para contactar con:
Gonzalo León Baez, gonz18_1@hotmail.com
María Lucía Rengifo, ma_lucia_west@hotmail.com