Wednesday, January 16, 2008

Escuela de turismo


Aclaremos una cosa desde el principio: el azar y la causalidad no tienen ninguna relación con la suerte. Sin embargo, esquemas constantes y apropiados de previsión son de significativa importancia. Coche tiene tres ambientes puntuales de explotación turística: empecemos por la pequeña tribuna en la que estoy sentada, y, propiamente, por lo que se ve desde esa tribuna. Un partido de Hockey sobre patines. Quizá sea la única cancha de Hockey en Venezuela. Los otros dos puntos turísticos son harto conocidos: el Museo Alejandro Otero y el Hipódromo de La Rinconada. Pero no se trata de esto de lo que quiero hablar. Quiero hablar de causalidades y azares, y creo que para hablar de estos términos, una tiene que hacerse de la idea que la conversación o la explicación o la conversación-explicada debe comenzar por cualquier cabo temático, ateniéndonos al mismo principio de que todos los caminos llevan a Roma. Pero no quiero hablar de turismo, ni de Italia y de ninguna ciudad europea.
Los del B-1 siempre me intrigaron. Y cuando me preguntaron que quién era Carol A., la camiseta del pelotero que llevaba puesta, de personas intrigantes los trasladé a la casilla de absurdos. Me llamo Carol Águila y la camiseta del pelotero se trataba de mi uniforme de Hockey. Gacelas, se llama mi equipo, pero ya quedamos eliminados. Por eso, estoy de testigo de los cuartos de final y esperar hasta la próxima copa. Tal vez no era para tanto y merecían una segunda oportunidad. Tal vez sólo querían entablar amistad con la chica del B-8 que tenía la misma edad de su hijo, que andaba por tierras del medio oriente como luego me enteré.


Pasó el tiempo y una noche llegué a Bloque 4 a eso de las tres de la mañana. Me quedé a estudiar en casa de mi amiga Leticia, en Los Morados y desde su balcón veía una sombra que iba y venía, de un costado a otro, bordeando la pared de la Letra A. Pensaba que era un ladrón y dudé entre ir a casa o quedarme donde mi amiga, opción que no me emocionaba tanto, pues apenas un mes y medio atrás había roto con el hermano de Leticia y él andaba en planes de volver, situación que se me complicaba estando en su terreno, al menos hasta que se acabara el semestre. Finalmente, fue el hermano de Leti –prefiero llamarlo así que mi ex– quien me escoltó hasta la reja de Bloque 4. Nos besamos como cinco minutos aunque preferiría, en esta historia, decir dos, y entré. Me percaté, entre lo aturdida que estaba por tanto turismo académico y besos pletóricos, que la sombra observada que iba y venía era un sujeto que delineaba unas cejas con aerosoles y tintas en la irregularidad de la pared. Pensé que componía el rostro de una persona con problemas graves de acné. Seguí de largo como si no me importara la actividad artística a deshoras. Pensé por un momento que no iba a tener energía para jugar al día siguiente. Eso fue ya hace un mes.
Al final de la tarde de ese día, el mismo chico me abrió la reja de la letra. Yo andaba uniformada y llevaba sobre mi hombro mi stick. Me llamo Fabricio, me dijo. ¿Dónde será el juego?, me preguntó después de yo haberle dado las gracias y mi nombre. Será aquí mismo, le dije, a dos cuadras, al frente del Bloque 2 y al lado de la Santo Domingo Savio, no hay pérdida.
Fabricio tenía algo en los ojos de un cariz metafísico que cualquier agnóstico caería en ellos, una pesadez que sólo es comparable al de aquellas personas que conocen demasiado bien cómo se mueve el futuro y saben cuando están por venir las desgracias. Le dije que no se perdiera un juego de las Gacelas, los subcampeones actuales para ese entonces. Le dije que si quería invitase a alguien. Me despedí.


En ese juego di dos pases para gol, hice cuatro robos de disco y me torcí el tobillo lo que me provocó un esguince leve que, con trescientos gramos de hielo y treinta de una pomada impronunciable, se me alivió y pude, al menos, jugar unos minutos en la jornada sucesiva.
Fabricio me ayudó a subir las escaleras. En el tramo de planta baja al primer piso, sentí espesarse el silencio. Del primer piso al segundo, pensé en que los hechos de la realidad sucedían por casualidad o, más bien, por un concatenamiento de muchas casualidades. Del segundo piso al tercero, comprobé, como si fuera una bióloga del éter, que escuchaba el griterío del público en las tribunas de la cancha de Hockey con mayor claridad, ya que, como muy bien aprendí hace años, el sonido es más liviano que el aire y por tal razón se escuchan mejor arriba que al ras del suelo. Para una chica como yo, que vive en castillos de aire, ciertos espectáculos imposibles como el verme asistida por mi vecino y nuevo amigo, pueden, fácilmente, hacerme creer, no sé si erróneamente, que la realidad anida en todas partes.
Invité a Fabricio a tomarse algo y le mostré mi colección de objetos de todos los países del mundo. Cuando le mostré mi mini-lámpara de Persia conocí con todas sus aristas la verdadera dimensión de la palabra arrepentimiento. Fabricio casi se fue corriendo de allí, con unas gotitas en los ojos que estaban a punto de saltar desde las pestañas y suicidarse contra el piso. Lo dejé ir. Pensé, y sigo pensando ahora desde la tribuna, que el azar y las circunstancias pocas veces se pueden eludir, y que parecieran signadas como un plan tan divino como macabro en nuestras vidas. Tenemos acuñados en nuestro camino un lote de experimentos emocionales que pondrán a prueba nuestro temple. Si estos males divinos no son capaces de matarnos o que nos matemos como lágrimas a la orilla de los párpados, de seguro nos harán más fuertes. Lo que dudo es que si esta fortaleza viene dada porque nuestro espíritu ha sido cincelado hasta la médula o porque es nuestra naturaleza humana la que va tras ellos. Siempre en las prácticas en la cancha de Hockey escucho las misas altisonantes de la Domingo Savio y la frase “Nacimos para sufrir” se repite como un mantra poderoso.


Fabricio, al siguiente día, tocó la puerta del B-8. Mi mamá lo atendió. Yo estuve escuchando música como hasta las cinco de la mañana. Aunque, en realidad, era el insomnio y la culpa por haber cometido un error inconsciente. Lo dejé ir a su casa, no podía, por ninguna razón, disculparme. Pensé en decir el trillado: Oh, Fabricio, ¿dije algo que te incomadara? El silencio fue mi mejor herramienta para apretar las tuercas que no dejarían fluir una crisis de nostalgia o de lo que fuera. Eran como las once y después de bañarme lo invité a almorzar. Yo misma hice el arroz y calenté unos muslos de pollo que invernaban en las entrañas glaciales del refrigerador. Fabricio me contó su historia persa, la cual me conmovió tanto como la película Casablanca, la última que vi con el hermano de Leti y Leti. Fue su manera de disculparse por su salida intempestiva. Entendí por qué.
Fabricio volvió a tocar la puerta del B-8 al sábado siguiente. Era para contarme un sueño que había tenido esa misma madrugada. Fabricio trajo una pizza de El Buda de Oro. Me reí para mí misma, sin explicarle a mi vecino que estaba a dieta. A las Gacelas las habían eliminado el jueves en un juego reñido. No pude jugar todo el encuentro como era habitual y, modestia aparte, ésa fue una posible causa de la derrota. El sueño de Fabricio era extraño. La razón por la que me lo quería contar era mi aparición en ese sueño. Me reí, pero esta vez no porque incumpliría el régimen de la dieta, sino por nerviosismo. Los del B-1 volvían a estar en la casilla de los intrigantes.
Y fue así el sueño: Eran dos edificios enormes, como dos torres gemelas, de un tizne curtido por tierra y ladrillos que se desmenuzaban. Me explicaba Fabricio, yo sólo prestaba atención y trataba de sostenerle la vista a esos ojos que parecían atravesarte como un hilo delicado, sin sentir la picadura y una que fuera como de aire, así me sentía, en medio de una cirugía psicológica. Dentro de ambos edificios cabían ciudades enteras, con parques, cines, centros comerciales, oficinas, ascensores del tamaño de un vagón del Metro. En uno de esos edificios vivía yo. En el otro vivía él y nuestras ventanas podían estar una frente a la otra, pero cuatro o cinco ventanas mediaban entre ellas. En el sueño yo le escribía cartas. Con dibujos. Con juegos parecidos a la sección de pasatiempos de los diarios. En fin, mis cartas eran muy originales. A causa de que el correo no existía, ni los teléfonos, ni el Internet, ni ningún sistema de comunicación a distancia. Teníamos que optar por la ayuda eficaz de los pájaros. Habían muchos y uno tenía que silbar en los tonos adecuados para que alguno te hiciera caso y acudiera a tu llamado. Yo era una experta silvando, me explicaba Fabricio, y yo sólo prestaba atención. Él, en cambio, comenzaba a desesperarse, porque ni en el sueño ni en la vida, aprendió a silbar. Y me hacía señas desde su ventana, en un lenguaje casi dactilográfico, sobre su discapacidad en el silbido.
La próxima carta que le envié era recomendándole un local en el piso trescientos y no sé cuánto en el que impartían clases de silbido a muy bajo costo. El viaje desde su apartamento hasta el lugar indicado, significaba una inversión de al menos cuatro días. Y así lo hizo. No volví a saber más nada de Fabricio en por lo menos un mes. Cuando Fabricio explicó esto, me reí de nuevo, porque he escuchado que un sueño, tal como pasa ante nosotros mientras dormimos, dura unos segundos apenas, como si el tiempo en ese estado se encapsulara a su mínima expresión de tamaño.
Un día en el que yo pelaba unas cebollas y veía los gajitos transparentes caer hacia el abismo antes de ser capturados por el pico de alguno de esos pájaros, apareció Fabricio, recostado en la ventana y con los brazos cruzados, atento a mis gestos que no se sabían observados y detallados, esperando, paciente y sumiso, que yo me percatara de su presencia. Y me hizo señas de saludo como si apenas lleváramos tres minutos sin vernos. Agarró el papel, lo dobló y silbó. Un pajarito se acercó a la ventana agarró el papel y se fue volando a otro rumbo. Yo me reí a carcajadas mientras escuchaba y en el sueño. Luego la escena de doblar el papel, de silbar, de que viniera algún pájaro disponible e irse sin rumbo definido se repitió incontables veces. Fabricio, que desde un principio no estaba seguro que sus silbidos funcionaran como lo esperado, previsiblemente le sacó cientos de copias al manuscrito original. Cientos. Al parecer, luego de dos horas de intentos fallidos, nos dimos cuenta, cada uno desde su ventana, que los pájaros entregaban la correspondencia a quienes les daba la gana. Todo el mundo estaba confundido y miraban hacia todas partes buscando al fraguador de esas palabras. Yo no me atreví a hablar y me quedé callada en el sueño, sin decir nada, esperando mi turno, el azar o la casualidad de que algún pájaro escuchara las coordenadas específicas de mi ventana y me entregara la carta que tanto esperaba leer. Junté mis manos, en el sueño y mientras escuchaba, y me llevé un pedazo de pizza, fría tal como me gusta, a la boca. Mastiqué. Deglutí.


Fabricio volvió el sábado siguiente al B-8 para, esta vez, escuchar mi sueño. No había comida lista y ese sábado, en la mañana, mamá y yo no habíamos ido a Mercifrica a hacer compras. Cuando el estómago nos empezó a picar, por un instinto de evitar que las fluctuaciones estomacales restaran protagonismo a nuestros relatos, recordé las hallacas congeladas de la pasada Navidad. Las descongelé y calenté. El sueño de Fabricio también era apocalíptico. Comencemos por el sueño de la visita. Me contó que en este sueño también aparecía yo. Esto me preocupó un tanto, pues no estaba preparada para ser la Ingrid Bergman de las funciones oníricas de Fabricio. Aunque, en cierto modo, la situación me halagaba. Fabricio, mientras relataba sus sueños, me di cuenta ese día, era como un pintor, por no llamarlo grafitero: lanzaba palabras como óleos sobre lienzos, y estos óleos, espesos y húmedos se tardaban en secar, durante ese tiempo, a Fabricio se le ocurrían más ideas para su relato, y cada idea significaba un personaje, una carretera, un pasillo, una puerta. En este sueño Fabricio era presidente de la República. Y Estocolmo estaba a días de galardonarlo con el Nóbel de la Paz. Yo en el sueño tenía un papel ambiguo, que prefiero no desentrañar con opiniones. Estaba ligeramente exaltada. Fabricio en el sueño tenía unos cincuenta años. Su cabeza estaba cubierta casi en su totalidad por canas, según él en su sueño, canas blancas y espigadas como una ladera de mazorcas que en el epílogo de la historia tuve que acariciar. Fabricio iba y venía de un pasillo a otro de la casa de gobierno. Yo, desde mi despacho, veía a una sombra que iba y venía, de un costado a otro, bordeando las paredes tapizadas de espejos y cuadros decimonónicos. En el sueño, la Carol Águila del sueño, aparentaba mi misma edad. De repente, nos llaman a todos a la sala de conferencias, que estaba equipada con lo más moderno en tecnología. Ya sentados, se abrió una pantalla gigante, del tamaño de una pared de cinco por cinco metros. En la pantalla apareció, vista desde varios ángulos en una sucesión vertiginosa de imágenes, el hongo de una bomba nuclear. El resplandor hizo que se me cerrasen las pupilas de inmediato. La bomba había caído en la ciudad de Maracaibo devastándola por completo. Luego, casi al instante, fusionándose estallidos y edificios venidos abajo, aparecieron declaraciones de los líderes más representativos de globo terráqueo acusando a Fabricio de provocar la tercera guerra mundial. Fabricio, en el sueño, también se desplomó. Fabricio afirmó que luego ocurrieron cosas confusas que no supo explicar. La siguiente escena que no se extravió en el tejido narrativo del sueño fue así:
Estamos en la habitación presidencial. Y, delante de nosotros, un pequeño televisor que casi repite una tras otras las mismas tomas aéreas que vimos en la sala de conferencia. Fabricio se acurrucaba en mi regazo mientras se dejaba acariciar el sembradío de canas. En eso, gira bruscamente su cabeza hacia la ventana y me pregunta en el sueño: ¿Qué hay detrás de la ventana? En eso, un trozo de náusea sube por mi garganta. Las causalidades y los azares surgen también de ese modo, como una arcada que en el momento menos esperado te ataca de dentro hacia fuera. Esa era la primera frase de mi sueño. Un sueño en el que sólo aparecía de Fabricio el mural dibujado por él. En el sueño, que lo encasillo en el género de Apocalipsis onírica, una voz detrás de mí me pregunta: ¿Qué hay detrás de la ventana? Y me asomo titubeante y veo a una gran bola plateada, del tono que adquiere el vidrio cuando es fundido. Aquí, por unos momentos, todo es confuso y se me hace imposible armar detalles. Luego viajaba en un helicóptero cuya figura recordaba a la de un insecto, de esas alimañas de climas calurosos e insoportable sonido cuando aletean. Así era el helicóptero, además de portar un color de tierra mojada, supongo que muy parecido en el tono a los rascacielos ciudades del primer sueño de Fabricio. En ese sueño, yo pertenecía a una especie de grupo de rescate que, en plena acción, ayudaba a personas damnificadas, pues, la ciudad que sobrevolábamos había sido sacudida por un extraño cataclismo generado, supongo, por la bola plateada que prologó este sueño. Desde el helicóptero descendimos y aterrizamos en la azotea de una torre y, ya de pie, sobre el piso de cristal macizo de la azotea, podíamos ver hacia su interior. Dentro, empotrada en una cama, estaba una joven de unos veinte años o menos, siendo operada por robots. La joven tenía los ojos abiertos, como si acabara de ver a un Elvis recién resucitado. Todas sus pieles y músculos estaban rasgados, como si fueran el relleno de goma espuma para un sofá. Podían verse sus huesos secos, sin rastros húmedos de sangre. No aguanté aquella visión y miré hacia la ciudad que acababa de recibir el impacto del extraño meteorito. Había dejado un cráter enorme que, por la fuerza con que venía, debió abrir un hueco que alcanzaba el otro extremo del planeta. Me subí de nuevo al helicóptero y me dirigí hacia la abertura. En el sueño, ya en un clima más filosófico que vivencial, pensé que si me sumergía por ese profundo y oscuro cauce, acabaría por perderme. Iba a estar tan desesperada en ese viaje tubular que seguramente descubriría alguna parte de mí desgajada en la adolescencia. Una parte de mí en la que me vería obligada a entablar conversaciones y rendir cuentas. La idea en el sueño me hizo perder, por segundos, el control de la aeronave. Mi mente iba por un lado y se alejaba del sentido de la cooperación. No podía controlar las imágenes. Me sentí en una sala de cine, sola, esperando alguna función después de los tráilers. Soñaba que era una asesina en serie. Una homicida en el pandemonium. Una criminal por azar. Nuestra ciudad, esa Caracas soñada que no se alejaba mucho de la real, era una ciudad diseñada para la muerte. Vi a un presidente disfrazado de Ícaro. Vi a una luciérnaga devorar a una vaca. Vi a unos jóvenes derrumbar el mural de Fabricio como si se tratase del muro de Berlín. Vi a un general dictar órdenes descabelladas mientras le salía una espesa baba por la boca y las narices. Vi a cuervos y halcones picoteando semáforos e instalando sus nidos allí. Vi rostros que comentaban noticias y se derretían de a poco. Vi bombas que estallaban y convertían gigantescos centros comerciales en un amasijo de hierros retorcidos. Vi jueces y abogados que eran secuestrados directamente en sus despachos y arrastrados hasta postes de luz donde eran colgados como perros. Empecé a hundirme en el foso, en la herida que había dejado el meteorito. Las imágenes siguieron su constante profusión e irracionalidad. Vi botellones que, en vez de agua, contenían leche en su interior, y rodaban por carreteras a voluntad propia. Cerré los ojos en el sueño. Recuerdo que los cerré muy fuerte como si quisiera sellar las delgadas carnes de los párpados. Desperté. Abrí los ojos y ya eran casi las once. Volví a encargarme del almuerzo. Esta vez comeríamos chuletas con pasta Los tres mosqueteros, una receta que leí en un blog que se llama El apéndice de Pablo que me mandó por correo un vecino. A mamá le encantó la receta. Ése día tuve examen de geografía.
A Fabricio le gustaron las dos anacrónicas hallacas que se comió.


Mario Morenza -(11)

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