Wednesday, January 16, 2008

Hit man (Fragmento)

Era de noche y muy tarde pero yo estaba despierto. Un dolor de estómago me mantenía en vilo. Tengo el duodeno minado de úlceras. Debería tomar unas pastillas que el doctor me recetó pero llevo tiempo haciéndolo y no me han hecho bien. En cambio tomo whisky con leche. Uno o dos vasos por noche. Sólo así puedo aliviarme.
Sonó el teléfono. Al cuarto repique dejó de sonar. Luego sonó de nuevo y atendí.
–Galo.
–Moreno –dijo Galo–. Disculpa que te llame a esta hora. Te tengo algo. ¿Puedes pasar por aquí?
Su voz era distinta. El acento ruso era una cosa; cómo me dijo lo que me dijo era otra. Parecía que alguien estuviese con él y no quería que ese alguien escuchara lo que hablaba conmigo.
–Voy saliendo –dije.
Colgué.
Galo es un viejo ruso que tiene un bar llamado Gatitas. Un antro con mesoneras tetonas y culonas que le sirve de guarida a él y a sus secuaces. Desde ahí maneja una poderosa red de contrabando y narcotráfico que opera en varias ciudades del país. Vende perico por la puerta de atrás mientras por la de adelante entran clientes normales. Las meseras son mera carnada. Hacen que hombres solitarios se embriaguen para exprimirles las billeteras y cuando ya no tienen más nada, los devuelven a sus casas hechos polvo. A veces Galo permite que las meseras limpien a los tipos. Les quitan relojes, cadenas, pulseras, anillos de matrimonio, entre otras cosas.
Cuando llegué, un negro descomunal a quien todos llaman Quini y que las hace de portero, estaba recostado en el marco de la entrada fumándose un puro cubano. Siempre fuma esos habanos apestosos que Galo le regala por cajas. De hecho es lo único que fuma. El humo se le arremolinaba en la cara dándole un aspecto aún más irreal. Parecía un mercenario del Congo.
–Espera a Galo en la barra –me dijo al abrirme la puerta.
Entré.
Era viernes y Gatitas podía reventar. No había una sola mesa desocupada. En un rincón estaba la consola. A cargo de ella, poniendo la música para que las gatitas de Galo hicieran su show, estaba Víctor; un tipo duro que algunos años atrás había pasado una temporada en el retén de La Planta. Había matado a dos adolescentes que intentaron violar a su hermana. Víctor los pescó un buen día, los llevó a un galpón en La Guaira y los ató uno con otro. Después de despellejarlos a correazos, agotó un cartucho completo de su pistola en uno de los adolescentes. Como ya no le quedaban más balas para el otro, fue a buscar un cartucho nuevo en su casa y volvió dos horas más tarde para descargarlo sobre el pobre diablo que todavía estaba vivo y amarrado al cadáver. Luego de soltarle una jugosa tajada de plata a un juez corrupto, Víctor cumplió una sentencia fugaz de apenas tres meses. Tras aquel incidente, dijo haberse vuelto bueno y juró no meterse en ningún otro problema. A mí todo aquello me olía a fantasía. Víctor inhalaba coca en proporciones industriales y venía engordando una deuda impagable con Galo. De eso no podía resultar nada bueno.
Me senté en uno de los puestos libres de la barra. Le pedí un whisky con leche al barman. Se me quedó viendo con cara de muñeco de torta.
–Sí, hijo –dije–, lo que oíste.
Era nuevo. Tenía pinta de liceísta aplazado. Seguro había repetido noveno grado más de una vez y terminó sacando el bachillerato por parasistema. Tenía una camiseta negra y un collar de corales blancos tan ajustado que daba la impresión de estarle ahorcando. ¿De dónde sacó Galo a este imbécil?, pensé. De buenas a primeras, comenzó a lanzar las botellas por el aire y a hacer malabares con ellas. Creía que se la estaba comiendo. A mí la verdad me daba lástima aquello. Quería mi whisky, no un show de payasitos. Me entraron ganas de rellenarlo a plomo.
–Es para hoy, bebé –le grité.
Atajó las botellas en seco. Me miró más confundido que antes. Novatos.
–El whisky, niño, lo quiero hoy –repetí.
Preparó el trago sin más maromas y me lo sirvió.
–Aquí tienes, convive –dijo.
–Yo no soy convive tuyo.
Se perdió de mi vista, pero al rato se acercó de nuevo y empezó a mirarme y a reírse conmigo nerviosamente. Hice una pistola con los dedos (el índice siempre es el cañón) y lo detoné con dos balazos mudos e imaginarios (el gordo, cosa rara, siempre es el gatillo). El muy tarado creía que lo estaba vacilando y esquivaba los disparos. Jugaba a seguirme la corriente como si yo fuese un loco o un borracho o las dos cosas. Después te desaparezco esa risita de la cara, nena, le dije en mi cabeza. Cerré los ojos y me olvidé del barman. Las úlceras me estaban martirizando y sorbí un trago del whisky. Imaginé la leche alcoholizada refrescándome el duodeno, rociando mis llagas internas. El doctor había dicho que en las paredes del estómago había un campo de pequeños agujeros, como baches en la vía. Por esos orificios se filtraban los ácidos gástricos, lo que ocasionaba el dolor. Me decía a mí mismo que ya estaba mejor tratando de convencerme de ello.

–Moreno.

Era la voz de Galo a mis espaldas. Me volteé con el trago en la mano.
–Llegaste rápido. No te ves bien –dijo Galo.
–Tú tampoco, viejo zorro –dije, y de verdad que el ruso tenía cara de mierda frita.
–Deliberemos –dijo.
Deliberar era hablar en su oficina. Me sorprendió verlo así. Tenía ojeras de trasnochado y los ojos rojos. No enrojecido, sino rojos como los de los conejos. Se notaba que no se había bañado en días y cuando hablaba se le sentía una potente halitosis de dragón eslavo.
Entramos a su despacho. La iluminación era escasa. Parecía que el bombillo sólo alumbraba la mitad de la habitación. En el escritorio había un cenicero colmado de colillas estrujadas. Galo cerró la puerta y puso el seguro. Se sentó detrás del escritorio. Yo permanecía de pie.
–Siéntate –me indicó.
Me senté. Sabía que me asignaría una misión sin prólogos.
–Necesito una mortadela –continuó.
Sacó una lata rectangular de una gaveta y de ella extrajo un cigarrillo muy largo y delgado y completamente blanco. Me ofreció uno. Lo rechacé.
–No fumo –dije.
–¿Desde cuándo? –dijo encendiendo el cigarrillo.
–Desde siempre. Nunca he fumado. El cigarro mata.
Cerró la lata y la metió de vuelta en la gaveta.
–A todas estas, ¿de quién se trata? –pregunté.
Galo sopló una cortina de humo a su alrededor que lo hizo invisible un par de segundos. Reapareció al disiparse los espirales nebulosos.
–Lo llaman El Clítoris –dijo finalmente.
–Original.
–Esto es serio, Moreno. Necesito que lo borres.
–¿Cuándo?

–Ayer.
Galo no me veía a la cara. Pulverizó el cigarrillo casi completo contra el cenicero. Tenía las uñas muy largas. Como de chino.
–Nos aguó una fiesta en Maracay –prosiguió–. Se autoinvitó a una reunión de mis distribuidores. Acabó con todo el mundo. Un espectáculo de samurais, Moreno. Como si todos se hubieran hecho el harakiri ahí mismo. Para más colmo se cargó la plata y las panelas de coca. El tipo está en la cima, o eso cree él. En fin, necesito que lo bajes.
Ya de por sí era bastante raro que Galo me diera tantas explicaciones. Mi trabajo es borrar elementos, no conocer los hechos, las causas o las circunstancias. Este caso era distinto. Galo parecía muy preocupado por el problemita del tal Clítoris y le daba máxima prioridad a su solución.
–El problema es –continuó Galo– que nadie sabe dónde encontrarlo.
Había algo de comedia en lo que estaba contando Galo. Nadie sabe dónde está El Clítoris. Yo sí que sé.
–¿De qué te ríes, Moreno? –preguntó Galo algo molesto.
–De nada. Sólo estaba pensando en un chiste viejo –contesté.
Galo se restregó los ojos con la manga de la camisa. Los ojos se le pusieron aún más rojos.
–¿Cuento contigo? –preguntó.
–Dame un par de días –dije.
Nos levantamos al mismo tiempo. Me abrió la puerta del despacho y salí. Me puse a trabajar en el asunto.

Continuará…

Miguel Hidalgo Prince -(1984)

1 comment:

oMar-Mota said...

Bueno bueno el texto. Espero que encuentre a El Clítoris, aunque ya imagino que cuando lo haga no será nada placentero... aunque podría haber alguna sorpresa.. ¿saldrá en algún libro o compilación o similar? ¿o existe una versión digital completa? basta de divagar, saludos.